Por Ki
Agradecimientos a Cinecolor Films y Cactus Medios por la invitación
Tras años de tropezones narrativos y superhéroes que dejaron de volar alto para simplemente flotar en la repetición, Thunderbolts aparece como ese relámpago que no solo rompe la tormenta, sino que la redibuja. No es la reinvención definitiva del Universo Cinematográfico de Marvel (MCU), pero sí un recordatorio necesario de que aún hay espacio para la sorpresa, la introspección y el caos controlado dentro de la fórmula.
Dirigida por Jake Schreier (director serie "Beef"), con un guion a dos manos entre Joanna Calo ("Beef") y Eric Pearson (Marvel Studios). Además del director de fotografía, Andrew Droz Palermo ("A Ghost Story", "The Green Knight"), la diseñadora de producción Grace Yun ("Past Lives", "Hereditary") y el editor Harry Yoon ("Minari"), la película se siente como un experimento químico entre Marvel y la popular productora A24: un ensayo general de lo que podría ser una fusión entre el músculo industrial del blockbuster y el corazón existencial del cine independiente.
La estética sombría, las pausas melancólicas, y una partitura de Son Lux ("Everything Everywhere All At Once") que suena más a duelo que a desfile, dan la pista: Thunderbolts quiere hacer algo más que salvar el mundo. Quiere entender por qué alguien querría hacerlo en primer lugar. Y lo hace tocando temas como la salud mental, la depresión y la drogadicción (Bob); temas que no se hacen presente muy a menudo en este universo nacido hace casi 20 años.
Florence Pugh, como Yelena Belova, lidera este escuadrón de inadaptados con una vulnerabilidad cortante: su vacío existencial se vuelve el motor del relato, alejándonos de las ciudades en llamas y acercándonos al incendio interior. Junto a ella, un reparto que podría liderar películas por separado (Sebastian Stan, David Harbour, Wyatt Russell, entre otros) se une en una sinfonía de traumas, sarcasmos y silencios. Porque Thunderbolts no grita su drama: lo mastica lentamente.
Mientras que, por la otra vereda, tenemos a Lewis Pullman, quien debuta en Marvel Studios, interpretando al conocido y esperado Sentry. Un personaje que a lo largo de las dos horas de película va teniendo un desarrollo bastante decente. Pasando de la confusión, dejar salir su lado negativo y, finalmente, la superación. Recordemos que en Thunderbolts, Bob es un adicto a las drogas, víctimas de violencia de su padre, que se somete a este nuevo experimento. Quizás, la única queja que puedo tener es que todo este camino de desarrollo, en algunos momentos, se puede haber sentido un tanto rápido, con algunos suceso bastante clichés.
La trama —un grupo de antihéroes traicionados por el gobierno que los creó y luego intentó borrarlos— podría parecer reciclada. Pero la ejecución tiene algo especial. Schreier no se preocupa tanto por construir franquicias como por desarmar personajes. Aquí los pasillos no son escenarios de poder, sino de culpa; los enemigos no siempre están afuera, y el clímax, más que en una pelea épica, ocurre en la mente de quienes no saben si merecen redención.
No todo es perfecto. El guion tambalea por momentos, intentando equilibrar demasiados arcos en una sola película, y algunos personajes quedan mejor dibujados que otros. Pero el tono —a ratos trágico, a ratos hilarante— logra algo insólito: que volvamos a sentir una película de Marvel, de esas de hace 10 años. Que nos importe si alguien vive o muere. Que extrañemos menos a los Vengadores y más a nosotros mismos.
Thunderbolts no es un renacer del MCU, pero sí su despertar más honesto en años. Es raro, crudo y, por momentos, incómodamente humano. Y en un universo que parecía haber olvidado cómo arriesgarse, eso es más que suficiente.
0 Comentarios